En la actualidad, se ha malbaratado el término “diva” aplicándolo a cuanta cantante y actriz existe, aunque no posean el talento, personalidad y trayectoria que tal apelativo requieren. Tal parece que muchos olvidan que en el ambiente de la farándula solía aplicarse ese calificativo a gente que transformó la industria, tal como Katharine Hepburn, Bette Davis, Marilyn Monroe, Lana Turner o Audrey Hepburn.
México y América Latina también han tenido dignos ejemplos que definen esa palabra a la perfección. Uno de los más grandes es María De Los Ángeles Félix Güereña, conocida por el mundo entero simplemente como María Félix.
La hija pródiga de Álamos, Sonora, jamás imaginó que las eventuales penurias sufridas antes de llegar a la gran pantalla sólo preparaban el camino para construir su leyenda. Las leyendas urbanas relativas a la estrecha relación que sostuvo con su hermano Pablo no son nada comparadas con sus famosos romances y matrimonios: Agustín Lara y Jorge Negrete, entre otros.
La personalidad de María Félix rompió el molde dentro y fuera de la pantalla grande. El público estaba acostumbrado a las protagonistas tiernas y sumisas, calcadas de la memoria de nuestros bisabuelos y tatarabuelos: aquellas que esperaban a su hombre luego de una larga jornada de trabajo con la cena caliente recién servida y una actitud complaciente, tal como se esperaba de la típica mujer azteca.
Sin embargo La Doña –su más famoso apodo artístico- no tenía intenciones de pertenecer a este grupo. Rebelde, contestona, aguerrida, sexual (de una forma bastante sutil, pero siempre latente), atractiva y dispuesta a pasar por encima de quien sea para lograr sus objetivos, rara vez se mostró cabizbaja al interpretar a algún personaje. Habrá que agradecer que guardara en el armario esa careta de mujer post-feminista en cuyo universo los hombres sólo cumplen la función de adorarla, para interpretar a la noble maestra Rosaura en Río Escondido (1947).
No obstante, la mayoría de sus personajes, muchas veces dirigidos por Emilio Fernández y fotografiados por Gabriel Figueroa, eran exactamente lo contrario: la carnalidad, pecado y belleza extraordinarias constituían una amalgama que seducía al espectador en obras como La Diosa Arrodillada (1947), Doña Diabla (1949), Doña Bárbara (1943), La Escondida (1955) y La Bandida (1962). En mayor o menor grado padecía por amor, por supuesto, como el guión lo requería. Pero siempre parecía tener el control de la situación.
Juan Rulfo se cuestionaba en Pedro Páramo el porqué las mujeres siempre tenían una duda en sus cabezas. En el caso de María Félix no se trataba de un aviso del cielo, como el inmortal autor trataba de explicarlo, sino de una innata desconfianza que la llevaba a sacrificar su felicidad personal para rodearse de lo que más amaba en la vida: lujo, confort y glamour. Esto le generó muchas críticas tanto por su trabajo como por su vida personal: mientras hay quienes la ven como la máxima diva del cine nacional, otros la consideran una actriz regular y una mujer fría, vacía y soberbia.
Nada más alejado de la realidad: esta dama poseía una brillantez intelectual y una sensibilidad fuera de serie que la llevó a inspirar poemas, canciones, libros y otras cuantas obras artísticas tratando de descifrar el misterio que la caracterizaba y rindiéndole culto a su belleza. Pero su apariencia física no la habría colocado en el lugar que obtuvo sin que tuviera un gran cerebro que hiciera juego con la misma.
En efecto, doña María De Los Ángeles no fue explotada, utilizada o humillada por los hombres de su vida. Por el contrario, era ella quién decidía con quién, cómo y cuándo. Ella era la primera en declarar que belleza sin inteligencia es una ecuación incompleta, e incluso trágica.
La actriz que alternó con otros grandes como Pedro Infante, Pedro Armendariz, Arturo De Córdova, Ignacio López Tarso y que rivalizó en La Cucaracha (1958) con su hermosa némesis Dolores Del Río para deleite del auditorio, es ahora parte esencial de la cultura artística y cinematográfica de México y Latinoamérica.
Llama la atención que en este filme se dirige a Jesucristo (o por lo menos a la representación del mismo colgado en la pared de la iglesia) de tú a tú, tal vez queriendo perpetuar la idea que ella en verdad tenía algo de divinidad. Y entre seres divinos existe el tuteo, definitivamente.
El 8 de abril del 2002 abandonó este planeta, pero entre su legado existen algunas frases que bien pueden servir de estandarte a aquellas doncellas que aún luchan por la igualdad de género, como la siguiente:
“Una mujer original no es aquella que no imita a nadie, sino aquella a la que nadie puede imitar”.
Y como ejemplo eterno de lo anterior la tenemos a ella.